Un nuevo enemigo

José Miguel Martínez
Estados Unidos debe tener un enemigo para poder justificar tanto lo que hace en el mundo, como todo lo que gastan de su PIB en defensa. Primero eran los comunistas, después los musulmanes y talibanes; ahora son los narcotraficantes y los gobiernos que los apoyan, como el de Venezuela o Colombia.
Cuando Estados Unidos ganó la Segunda Guerra Mundial, se dieron cuenta de que tenían un enemigo que ayudaba a consolidar su estilo de vida y anexar a otros estados a su esfera de influencia. Los comunistas, de la mano de la URSS, eran los enemigos perfectos. Gracias a ellos se justifican los golpes de Estado en Chile, Argentina, Brasil, Uruguay, entre otros países de Latinoamérica.
También esta idea de que “los comunistas son malos” ayudó a que los estadounidenses entraran de manera justificada a Vietnam y Corea. Ello sin contar las muchas intervenciones a Cuba.
El discurso radicaba en que los comunistas no eran democráticos y no tenían acceso al libre mercado y, por ende, vivían en dictadura. Así, los norteamericanos, siendo ¿los buenos?, debían liberarlos de las garras malévolas de la URSS. En 1991 cae la Unión Soviética, lo que desencadena en Estados Unidos una fuerte crisis de identidad.
El panorama internacional había cambiado; ya no había un enemigo al cual combatir. A este fenómeno, un autor japonés, llamado Fukuyama, lo denominó “el fin de la historia”.
Diez años después, en el 2001, con el ataque a las Torres Gemelas, nació un nuevo enemigo al cual combatir: los árabes y los grupos terroristas como ISIS, Al Qaeda, Hamás, entre muchos otros. Ante estos nuevos “villanos”, Estados Unidos lanzó operaciones militares en Irak, Siria y Afganistán. Además de consolidar el poder, con estas intervenciones Estados Unidos aseguraba yacimientos de petróleo y gas; así como el control de los gasoductos y oleoductos que le llevan estas materias primas a Europa.
Con el paso del tiempo, esas guerras contra los terroristas se fueron desmoronando y lograron poner gobiernos afines a Estados Unidos en el poder. Así, volvieron al mismo dilema de no tener un enemigo.
Los estados árabes ya no eran una amenaza, ahora son aliados; la URSS ya no es comunista y ahora son amigos de Estados Unidos, lo cual revive la necesidad de crear otro enemigo en común… ahora serán los narcotraficantes. En los pasados meses vimos a Trump, presidente de Estados Unidos, catalogar como terroristas a los grupos narcotraficantes, además de desplegar una buena cantidad de buques, incluido un portaaviones y un submarino nuclear en el Caribe y cerca de Venezuela.
Han lanzado ataques contra cinco embarcaciones que, según Estados Unidos, eran de narcotraficantes, intentando llegar a sus costas. Por si fuera poco, han realizado ejercicios militares en el Caribe.
Por otra parte, Trump también comentó que “aspira a derrocar a Maduro”, presidente de Venezuela, pues lo identifica como “el jefe del cártel más grande de Venezuela”. Pero esta no es una coincidencia, pues debemos recordar que se trata del país que posee más petróleo en el mundo. Por su parte, Colombia no quedó excluida, pues Trump cortó todo apoyo y subsidio financiero a los colombianos por tener a un líder narcotraficante como presidente.
En resumen, contar con un enemigo vigente es para Estados Unidos una condición necesaria para seguir consolidándose en el panorama internacional como “el salvador y guardián” de la democracia, la libertad y los derechos humanos. Es verdad que con ello también logra una cohesión social interna, pues todos tienen un enemigo en común.
Sin embargo, lo que realmente logra es tener más poder, más recursos y más amigos, todo para beneficio suyo. ¿Realmente cuando le ha importado a Estados Unidos los demás? ¿El papel mesiánico que EE. UU. dice tener, es una realidad o está solo en la cabeza de sus dirigentes?